Santiago Atitlán: mercados, sincretismo religioso y Maximón.
Santiago Atitlán es la capital de la etnia tzutuhil que en su lengua quiere decir «Flor de las naciones». A medida que me voy acercando al pequeño embarcadero de Santiago voy retrocediendo en el tiempo. O viajando a un lugar que parece de otro mundo. Es la tercera vez que vengo y aún así sigo teniendo la sensación de desembarcar en otro planeta .
El recorrido por el lago Atitlán, uno de los más hermosos del mundo, es un regalo para la vista. Además del paisaje salpicado de verdes y volcanes, aquí todavía se ve a los pescadores cruzando el lago en cayucos y canoas de madera. En las orillas grupos de mujeres lavan la ropa metidas en el agua hasta las rodillas. Y los niños se bañan ajenos al devenir del mundo rodeados de una vegetación exuberante que cae hasta la misma orilla del lago.
Hace años grupos de niños asaltaban a los escasos turistas que llegábamos a Santiago nada más desembarcar en los pantalanes de madera. Con su sonoro acento indígena intentaban llamar la atención para vendernos cualquier baratija de recuerdo. Hoy esto ha cambiado. Ahora la calle principal se ha empedrado y se han reorganizado las tiendas alrededor del embarcadero.
A pesar de los cambios y de que ahora llegan más turistas, es evidente que estamos en un área claramente indígena. Desafortunadamente la influencia occidental está acabando con la indumentaria tradicional entre los hombres que abandonan su vestimenta de color blanco, aunque aún se conserva mayoritariamente entre las mujeres.
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Conociendo a Maximón
Pero en Santiago además de las tiendas de artesanía hay otras visitas ineludibles. Es el momento de presentaros a Maximón. Como en otros lugares de Guatemala aquí se venera a este personaje, santón local de identidad sincrética y origen desconocido. Pregunta a cualquiera del pueblo cómo llegar a la cofradía de Santa Cruz que se encarga de vestirlo, decorarlo, sacarlo en procesión y recoger los donativos de locales y turistas para darles un uso más bien…festivo. Tras recorrer algunas de las empinadas calles de Santiago atestadas de motocarros, furgonetas pick-up y vendedores callejeros llegamos a unas escalinatas. De fondo se oye el sonido de una orquesta que toca a todo trapo dentro de alguna de las humildes casas de la calle.
Es ahí, a la vuelta de una esquina donde se encuentra el santuario de Maximón. Al ver a los turistas los miembros de una nutrida orquesta vestidos de amarillo chillón entonan con más energía y frenesí los acordes musicales. Entre las sombras unos cuantos personajes sacados de ultratumba pugnan por no rebotar contra las paredes debido a su tremenda borrachera. A la izquierda un hombre con los ojos y la boca totalmente abiertos yace despatarrado. No sé si es ya cadáver, pero tengo que sortear sus piernas para poder entrar en el sancta sanctorum de Maximón. En ese momento me rodean borrachos y niños que pugnan por explicarme que debo aflojar la pasta (un donativo) si quiero entrar y hacer fotografías.
Dentro, entre el humo del tabaco, distingo en una esquina un sarcófago acristalado con la figura de un Cristo yaciente. Alrededor de una mesa se sientan unos cofrades. Y en el centro aparece plantada en el suelo la pequeña talla de madera de Maximón vestido con coloridos paños y corbatas, sombrero, algún que otro billete en el pecho y un sempiterno puro en la boca. Por el pequeño ventanuco del cuarto asoman las cabezas de más niños y más borrachos desdentados de ojos chisposos. Mientras tanto suelto el donativo que todo turista, que para eso es turista, debe ofrecer en justa recompensa por disfrutar de un momento tan inolvidable.
Aquí el sincretismo religioso entre lo cristiano y lo maya se funde con las botellas de coca-cola, las velas encendidas, las flores y el olor a incienso, alcohol y tabaco. Sinceramente Maximón me parece uno más de esos ídolos al que los creyentes se acercan para hacer sus rogativas, pedir por un enfermo o solicitar un milagro. Sin embargo para los que tienen fe en él, Maximón es mucho más que lo que veo. Es el guardián de parte de la identidad cultural y religiosa de los habitantes de Santiago y sus alrededores. Sin embargo mirando su figura tocada con paños de colores y con un cigarrillo colocado en la comisura de sus labios, sólo puedo sentirme como un extraño totalmente ajeno al mundo simbólico que representa.
Cuando salgo del cuarto la visión del hombre-quizás-muerto me asalta de nuevo con su boca negra abierta sin dientes y sus ojos abiertos que no miran ya a ninguna parte. Mientras tanto la orquesta sigue tocando temas pachangueros a todo trapo. De nuevo en la calle miro mi reloj: son sólo las 11 de la mañana. Antes de seguir hacia el mercado paro a tomar un café. Tras comentarles de donde venía a las dos chicas que me atienden, me dicen que ellas nunca se han molestado en ir a ver a Maximón ya que al fin y al cabo es una atracción para turistas. Me sonríen y hablan con timidez. Una de ellas tiene 16 años y me confiesa en voz baja que pronto se va a casar. Van vestidas con las ropas tradicionales, faldas largas y gruesos huipiles de colores que no ocultan su juventud. Pienso que hace años mantener esta breve conversación con ellas hubiera sido imposible. Algunas cosas parecen haber cambiado. Otras, no tanto.
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El mercado maya de Santiago Atitlán
Sigo caminando por las destartaladas calles de Santiago donde abundan los edificios de ladrillos sin terminar. La infinidad de cables eléctricos colgados de los postes dibujan una maraña imposible de desentramar. En los alrededores de la plaza donde se encuentra la vieja iglesia colonial se celebra uno de esos coloridos mercados indígenas donde los turistas serpentean entre los puestos de frutas, verduras y pescados. Sí, este mercado es un festival de colores, de sonidos en lenguas extrañas, de puestos de frutas desconocidas y de tejidos que son obras de arte.
Al fin y al cabo el turismo se ha convertido en la principal fuente de ingreso para muchas familias que viven de vender una artesanía digna de ser apreciada. Ya no son sólo las telas, tejidos, bordados, huipiles, mantas y todo tipo de paños y prendas de vivos colores los que llaman la atención. La artesanía de madera es toda una exhibición de la cultura tradicional con tallas que representan animales, santos y máscaras de seres imaginarios o reales. Caminad despacio, deteneos a preguntar, admirad las vestimentas y los motivos que identifican el origen o hablan de la familia de cada persona. Este es un mercado auténtico, mucho más pequeño que el más conocido mercado de Chichicastenango, pero que conserva su función original y su sabor más tradicional.
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La iglesia de Santiago Atitlán
De una forma o de otra llegaréis al Parque Estatal presidido por una curiosa figura del Apóstol Santiago montado en su caballo blanco. Subiendo unas escalinatas se piedra volcánica se accede a la plaza donde se encuentra la vieja iglesia colonial del S.XVI. Una iglesia que ha resistido el paso de los siglos, terremotos y guerras. Dentro os encontraréis una curiosa colección de figuras de santos vestidos con coloridas túnicas y corbatas. El sincretismo religioso llega hasta aquí vistiendo a los santos de formas curiosas, decorando con flores la talla de Jesucristo y escuchando los rezos en tzutuhil de los paisanos arrodillados ante el altar cristiano.
En las paredes junto a la entrada unas placas relatan el sufrimiento provocado por la cruenta guerra civil que se cebó especialmente con los habitantes de esta zona. Merece la pena leerlas para conocer algo acerca de la más reciente historia del país y de sus gentes. Un país que cuando no es azotado por una desgracia, es azotado por otra. La vida no es fácil en este país para gran parte de sus habitantes.
A la salida me encuentro con una mujer mayor que porta con especial orgullo un vistoso tocoyal, el tocado tradicional de las mujeres tzutuhil. No puedo evitar preguntarle por este curioso adorno que decora su cabeza y me cuenta que ella es de las pocas mujeres que lo llevan. Me lo dice con pena, me cuenta que las chicas jóvenes ya no lo llevan. Qué prefieren las diademas de plástico chinas, y que el tocoyal ya sólo se ve en ocasiones festivas. Pero sonríe y me dice que ella lo sigue llevando y que si quiero ver cómo se lo enrolla en la cabeza. Por supuesto le digo que sí y le pido permiso para grabarlo y tomar unas fotos. Me mira y sonríe complacida.
Vuelvo al embarcadero con el alma rebosante de sensaciones y la cabeza convertida en un cuadro de colores. De vuelta hacia Panajachel descubro entre cuidados jardines y árboles las mansiones de gente adinerada construidas su de las laderas. Al desembarcar, nuevamente los niños que venden sus pequeñas mercancías para sobrevivir me recuerdan que efectivamente hay otros mundos, pero están en este. El mundo maya, con su idiosincrasia, su cultura, sus costumbres, su historia y sus lenguas pervive con fuerza en las orillas de uno de los lagos más hermosos del mundo.
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