Caminando Dublín.
Viajar a un lugar sin ningún tipo de referencias implica perderse, explorar y sorprenderse con lo que uno va encontrando a cada paso. Así, sin información ni expectativas de ningún tipo inicié un recorrido por las calles de Dublín.
Era este un otoñal día gris típicamente irlandés y decidí seguir el rastro de Leopold Bloom, el inolvidable personaje del Ulysses de J.Joyce.
El torrente de gente que llenaba las animadas calles que rodean el río Liffey me acabaron dirigiendo hacia la Westmoreland St, el Trinity College y la Nassau St. De todos es sabido que Dublín no es una ciudad plagada de monumentos especialmente destacables, así que busqué en las tiendas de recuerdos para turistas cómo se vende la ciudad al visitante: grandes gorros verdes, tréboles verdes, pequeños gnomos verdes llamados Lucky Leprechaun, camisetas verdes, mucha cerveza Guinness, los pubs del Temple Bar…y postales con puertas de colores.
No podía ser de otra forma. Las puertas son una forma de dar vida y color a una casa, de romper la uniformidad y monotonía de las fachadas de estilo georgiano, de mostrar el carácter de su propietario, de romper con la monotonía del gris y el ladrillo.
Sin embargo la leyenda urbana cuenta que gracias a los colores de las puertas los propietarios podían regresar a sus casas sin equivocarse tras las largas noches de ingesta cervecera en el pub de turno.
Y es que gracias a que las puertas se pintaron de vivos colores se terminaron las historias de hombres que, confundidos por la noche y el alcohol, entraban en las casas equivocadas y se acostaban con la esposa del vecino.
Sea de una u otra forma, las puertas de Dublín se han convertido en uno de los símbolos de la ciudad y un motivo más que justificado para dedicarle un pequeño reportaje fotográfico. Para mí las puertas de Dublín se convirtieron en la excusa perfecta para perderme por la ciudad sin rumbo definido.
¿Por dónde empezar? Ni idea. Era evidente que tenía que buscar el barrio de arquitectura georgiana, el estilo imperante durante la fase de expansión del Imperio Británico entre finales del S.XVIII y principios del XIX. Curiosamente en esa época reinaron en el Imperio y sucesivamente cuatro reyes llamados George que decidieron convertir Dublín en una ciudad acorde a su visión de una Irlanda totalmente británica.
La nobleza inglesa y la burguesía más acomodada comenzaron a trasladarse de los alrededores del Castillo de Dublín en el norte hacia la zona sur de la ciudad. Se construyeron palacetes, casas señoriales y se habilitaron parques delimitados por anchas calles.
La elegancia y el refinamiento inglés debían imponerse sobre la barbarie de los católicos irlandeses para, al mismo tiempo, mostrar la superioridad del Imperio Británico.
En busca del renombrado barrio georgiano de Dublín me encaminé hacia el parque de Merrion Square para saludar al inteligente, irónico, crítico y sardónico Oscar Wilde. La estatua del genial escritor recostado de forma indolente sobre una roca del parque es una perfecta representación de su mordaz personalidad.
Desde aquí sólo hay que enfilar la Merrion St. y dedicarse a buscar puertas de colores por los uniformes bloques construidos en ladrillo.
La caminata fotográfica me lleva bordeando ST. Stephens Green N. hasta la comercial, peatonal y animadísima Grafton St. frente a la fachada acristalada cubierta de parterres de flores del ST. Stephens Green Shopping Center.
Por el camino han quedado puertas, arcadas, porches, verjas, escalinatas y muchas puertas de colores oscuros, brillantes, rojos y verdes, azules, amarillos e incluso violetas.
Todo un toque de alegría y color en una ciudad que se reviste de lluvia y monótono gris durante la mayor parte del año. Y entre todas ellas y para romper esa colorida uniformidad en las formas, coloco una ventana rodeada de verde, de ese intenso verde que aquí todo lo viste y da forma.
Sigo paseando por Dublín dejándome llevar por sus calles sin rumbo definido. Por el camino me encuentro más puertas de vivos colores que podrían contar muchas anécdotas de la turbulenta historia de esta isla y de sus habitantes.
Pero aquí me quedo porque empieza a llover cuando llego a las adoquinadas calles de Temple Bar. Qué mejor lugar para resguardarse que en el interior de alguno de sus acogedores pubs mientras de fondo suenan acordes de música celta.
Es la hora de atravesar las puertas y entrar para darme cuenta de verdad que sí, que estoy en Irlanda y que me siento como en casa. Mi próximo destino, la Giant´s Causeway o Calzada del Gigante en Irlanda del Norte.
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