En busca de los surma.
Los tres días en territorio surma fueron los más intensos de este viaje al valle del Omo. Fueron días en los que pasábamos de la armonía al conflicto en un instante. Siempre bajo la atenta mirada de una gente reacia a cualquier influencia externa. Los surma nos hicieron sentir que habíamos llegado a los confines de un territorio todavía salvaje. Un lugar donde ellos eran los amos y señores.
¿Cómo describir un lugar en el que estás rodeado de una belleza sublime y de una feroz brutalidad? Donde como extranjero de piel blanca, caminas siempre sobre el filo de la navaja. Un lugar donde la sonrisa más amable da paso a la amenaza y las miradas te atraviesan. Donde caminas rodeado de vigilantes armados con AK-47 que velan por tu seguridad mientras niños y jovencitas decoradas con flores corren a tu lado.
Al mismo tiempo los surma nos abrieron las puertas de sus aldeas, nos acogieron en sus «cattle camp» y nos invitaron a vivir una sobrecogedora lucha de donga. Cantaron para nosotros y decoraron sus cuerpos en una especie de museo de arte ambulante que nos rodeaba allá donde fuéramos.
Cada una de nuestras visitas se convertía en un acontecimiento. Al grito de «farangi, farangi» los niños nos perseguían sonrientes, los hombres armados con Kalashnikov nos miraban desde la distancia y las mujeres se apelotonaban a nuestro alrededor para que las fotografiáramos. Por supuesto pagando, como te cuento aquí: Aventura fotográfica en el sur de Etiopía: manual de supervivencia.
Poderoso caballero es don Dinero escribió el gran Francisco de Quevedo hace ya unos siglos. Y qué razón tenía. Porque en el valle del Omo nada es gratis. Y en territorio surma, todavía menos.
Sabana, selva, montañas y barro
Los surma viven en una zona remota de las montañas en el extremo suroeste de Etiopía, muy próxima a la frontera con Sudán del Sur. Un lugar que cualquiera podría definir como «el culo del mundo», aislado, alejado de carreteras, comunicaciones, servicios y comodidades.
Para llegar pasamos un día entero cruzando los parque nacionales de Mago y del Omo. Una auténtica aventura en la que los protagonistas fueron los conductores de los 4×4 en los que viajamos. Fueron horas y horas conduciendo por roderas casi invisibles en la sabana, vadeando ríos, subiendo por caminos de montaña destrozados por las lluvias. Saltando entre piedras que reventaban las ruedas, atascados en barrizales, adentrándonos en un territorio donde no hay cobertura telefónica ni ayuda cercana en caso de accidente. Donde no sabes si más adelante el camino que sigues continuará existiendo o habrá desaparecido con las últimas tormentas.
Aquí no encontrarás ayuda de nadie, a no ser la de algún pastor semidesnudo con su rebaño de vacas y su AK-47 siempre al hombro. Si por cualquier razón los 4×4 quedaran inmovilizados, sólo podríamos regresar caminando por la selva durante varios días a algún puesto avanzado de los «rangers» que vigilan los parques.
El paisaje y el calor de la reseca sabana da paso a las frescas colinas revestidas de praderas salpicadas de palmeras. De vez en cuando aparecen algunas vacas vigiladas por algún solitario pastor. Después, nada. Más arriba el bosque tropical húmedo de montaña permanece casi oculto entre la niebla.
La selva es hermosa y nos recibe con tonalidades de verdes esmeralda. De los grandes árboles cuelgan bromelias, helechos, musgos y líquenes creando un paisaje fantástico. Pero el camino se convierte en una trampa de barro donde los Toyota Land Cruiser quedaban atascados. Hay que bajarse, palear para desatascar las ruedas y, entre todos, empujar para sacar a los vehículos de las profundas roderas y lodazales.
Habíamos empezado la ruta a las 8 de la mañana tras levantar el campamento, y pasadas las 3 de la tarde llegamos al pueblo de Maji. Allí paramos a comer algo y celebrar el paso de las llanuras, ríos y montañas con unas cervezas. Además, para mí, este día estaba siendo uno de los más entretenidos de este viaje.
A partir de aquí encontramos a más gente. Muchos nos saludaban con la mano y una sonrisa mientras los niños corrían a nuestro lado. Tras más de once horas botando dentro de los 4×4 (el famoso «masaje africano»), salpicados de barro, sudorosos y exhaustos, llegamos a nuestro campamento base en Tulgit cuando ya había anochecido. Este poblado enclavado en un entorno selvático rodeado de montañas sería nuestra base de operaciones durante los 3 días siguientes.
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En territorio surma, o suri
Ya de noche montamos nuestras tiendas en las instalaciones de una ONG abandonada hace años. Allí, niños desnudos y hombres apenas cubiertos con la típica manta de color azul, nos observaban con curiosidad y desconfianza mientras descargábamos los 4×4. Sólo teníamos nuestras linternas para iluminar la oscuridad que nos rodeaba y su luz atraía a una miríada de insectos. Más allá del cercado que delimitaba nuestro campamento oíamos las conversaciones de la gente del poblado enclavado justo al lado. En el cielo brillaban las estrellas tras las copas de los árboles bajo los que plantamos nuestras tiendas de campaña
El término «súrmico» define a varios grupos étnicos del sur de Etiopía . Todos son pastores semi nómadas, comparten raíces idiomáticas, así como rasgos culturales y tradiciones. Para un extranjero es muy difícil diferenciarlos. Por eso, para definirlos sin muchas complicaciones, se ha adoptado el término genérico de «surma» o «suri», que incluye a los diferentes clanes que habitan en esta región. Sin embargo a las poblaciones de suri de Sudán del Sur se las denomina «cachipo». En fin, todo un tanto lioso. Por eso he optado por la denominación genérica de surma.
Los surma se asentaron en estas montañas situadas a una altitud de entre 800 y 1000 metros hace sólo unas décadas. Buscaban un lugar más fresco que las tórridas llanuras que rodean al río Omo, donde poder cultivar y mantener a su ganado alejado de las enfermedades trasmitidas por la mosca tse tse.
Además buscaban unas tierras alejadas del control gubernamental donde poder seguir manteniendo su forma de vida tradicional. Aquí la presencia del estado etíope es muy testimonial en forma de alguna escuela, dispensario médico o algún que otro puesto policial. Aunque sí hay cuarteles del ejército etíope controlando los accesos al territorio de los surma.
Llegar a territorio surma no es fácil. Pero quedarse unos días aquí es todavía más complicado. No hay luz eléctrica, agua corriente, carreteras, trasporte ni servicios para el turismo de ningún tipo. Aquí el mundo «civilizado» queda muy lejos. Y los conflictos, muy cerca. Los surma están habituados a vivir en una tensión constante por el ganado y el control de los pastos con sus vecino. Sobre todo con los nyangatom que introdujeron los AK-47 desde Sudán en el valle del Omo, momento en el que las reglas de enfrentamiento cambiaron brutalmente. Rápidamente el resto de pueblos del valle se armó también con Kalashnikov provenientes de las áreas cercanas de conflicto. Y los surma lo hicieron masivamente.
Desde hace unos años el gobierno etíope está intentando retirar las armas automáticas de la región. Pero, por lo que puede ver, el territorio surma es un mundo aparte donde casi cada hombre lleva un AK-47 colgado al hombro. Aquí se ven Kalashnikov por todas partes: en el campo, en las aldeas, en los pueblos, en los mercados, en las celebraciones. Si a la posesión de armas le sumas la ingesta de alcohol, la chulería de algunos jóvenes mursi y la palpable tensión por los conflictos latentes, no resulta extraño escuchar tiros de vez en cuando.
Antes de la introducción de las armas automáticas los conflictos se solventaban tradicionalmente «a palos», literalmente hablando. En esos combates en los que se dirimía el control de pastos y territorio, se peleaba con unas largas varas de madera llamadas «dongas«.
Los hombres surma son educados como pastores y guerreros desde niños. Por eso, al igual que los mursi, siguen usando estas dongas para solventar rivalidades, mostrar su fuerza y su valor a los demás. Y de paso, para conquistar a las jóvenes solteras. Por todo esto las peleas o combates con dongas son una parte fundamental de la cultura de los mursi donde hay sangre, heridas y a veces, hasta muertos.
El gobierno etíope ha prohibido la celebración de estas luchas con dongas y la asistencia de turistas a estos combates. Al parecer sin ningún éxito, pues se siguen celebrando en secreto. Eso sí, hay que tener suerte, mucha suerte, y viajar con los mejores guías para poder asistir como extranjeros a una de estas luchas. Yo tuve esa suerte.
El primer contacto con los poblados surma
La noche africana en una aldea surma está llena de sonidos. Desde el interior de la tienda de campaña puedes escuchar el zumbido de los insectos, el croar de las ranas o el llanto de algún bebé. Los sonidos del amanecer combinan el revoloteo y los cantos de los pájaros, el crepitar del fuego de las primeras hogueras de la mañana y las voces de los pastores sacando su ganado a pastar. La cacofonía de mugidos de toros y vacas mezclados con los balidos de cabras y ovejas indican el momento en el que hay que ponerse en marcha. Son los preliminares de un nuevo día que se presenta cargado de sensaciones y vivencias.
Los poblados surma se encuentran inmersos entre una lujuriosa vegetación semi tropical de color verde esmeralda. Los cultivos de sorgo y de bananos rodean las cabañas de madera y ramas de forma cónica. Las más grandes de todas las etnias que he visitado en el valle del Omo. Como siempre aquí, la llegada de los extranjeros supone todo un acontecimiento. Los niños corren a nuestro alrededor, las mujeres aparecen de entre la nada decoradas con sus mejores galas y los hombres permanecen serios, aparte y siempre vigilantes.
La dinámica del pacto del precio por entrar en la aldea y poder fotografiar también se repite. La diferencia está en la increíble capacidad que tienen los surma para convertir sus cuerpos en auténticas obras de arte. Sobre todo las mujeres. Una maravilla de la estética desbordante de colores, formas y texturas conseguida sin maquillajes ni espejos.
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Es imposible no quedar totalmente maravillado ante la belleza que se despliega a nuestro alrededor. Una belleza caótica, confusa y ruidosa que a veces resulta abrumadora. Resulta muy complicado aislarse para poder retratar con tranquilidad porque siempre estás rodeado de personas que quieren ser fotografiadas. ¡Pero bendito agobio!
El recorrido por esta primera aldea surma va a ser el aperitivo de lo que nos espera en los próximos días. Días en los que la cámara echará humo porque cada persona que veremos merece ser fotografiada. Imposible no quedar extasiado en un lugar como este. Aquí el arte corporal alcanza su sublimación en forma de escarificaciones, discos labiales y lobulares, tocados de flores y efímeras pinturas corporales. ¡Cómo no sentirse admirado ante tanta belleza!
En territorio surma es fácil quedar impresionado, sorprendido y asombrado. Algo que te enseñaré muy pronto en próximas publicaciones.
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