Voy caminando y de pronto me veo rodeado de maikos, tiendas artesanales de alfarería y puestos de comida. Esquivo veloces ricksaws con chicas vestidas de coloridos yukatas que me saludan sonrientes.
Japón es una continua sorpresa, un país que nunca se acaba de conocer. Tras unos días buscando el hanamiprimaveral del cerezo, de estremecerme en el Memorial de la Paz de Hiroshima y de recorrer la isla de Miyajima bajo la lluvia, llegó la hora de visitar Osaka y Kioto.
El gran torii bermellón surge de entre la neblina en un día lluvioso y gris de primavera. Plantado en el mar a 200 metros del santuario de Itsukushima se ha convertido en uno de los símbolos más reconocibles no sólo de la isla de Miyajima sino de todo Japón.
Me ha costado mucho tiempo decidirme a escribir este artículo, pero Hiroshima y los miles de víctimas civiles de la primera bomba atómica lo merecen. No es fácil expresar con palabras el HORROR, así, con mayúsculas.
Rodeado de un cielo de miles de flores blancas y violetas. Así me encuentro en un día de finales de marzo, tumbado sobre la hierba del parque Ōhori-kōen de la ciudad de Fukuoka ubicada en la isla Kyushu al sur del Japón.
Recuerdo las primeras imágenes de Pamukkale que vi en mi vida. Como en un sueño fantástico grupos de turistas en bañador disfrutaban en las aguas turquesa de unas piscinas naturales que se desparramaban por una colina como chorros de espuma de un blanco inmaculado.
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