Cruzando el mundo tras una leyenda.
En el año de 1537 el conquistador español Gonzalo Jiménez de Quesada llegó a las estribaciones andinas del interior de lo que hoy es Colombia con la intención de abrir un camino desde la costa caribeña de Santa Marta hacia el territorio de los incas en Perú.
Tras un año ascendiendo por el río Magdalena y muchas penalidades llegó al territorio Muisca cuyas riquezas provenían del comercio de la sal, muy abundante en sus tierras. Aquí los españoles oyeron los relatos de los ritos indígenas en los cuales sus caciques llegaban hasta una laguna sagrada de aguas de color verde esmeralda donde arrojaban sus ofrendas de oro.
El origen de estos rituales venía de una vieja leyenda Muisca que contaba la historia de la mujer de un viejo Cacique que, cuando fue sorprendida por éste con su amante, decidió suicidarse tirándose a la laguna con su hija. El Cacique, roto por el dolor, decidió hacer unas ofrendas rituales que se fijaron con el paso del tiempo entre los Muiscas. En ellas el Cacique de turno entraba totalmente revestido en oro en la laguna sagrada. Lo hacía sobre una balsa cargada de ofrendas y acompañado de 4 sacerdotes, oro y ofrendas. Éstas eran arrojadas a la laguna para pedir prosperidad a la Cacique que ya se había convertido en la diosa Chie, la diosa del agua.
La leyenda muisca fue llevada por los conquistadores hasta Quito. Allí, los misteriosos relatos y rumores las historias de «El Hombre Dorado» o «El Indio Dorado», despertaron la ambición de los españoles. Nació así la leyenda de «El Dorado» que impulsó numerosas expediciones por toda América a la búsqueda de un sueño de oro y riquezas sin fin.
Con el paso del tiempo la leyenda se convirtió en un lugar real, en un imperio donde el oro brotaba de la tierra. La expedición más famosa la organizaron Francisco de Orellana y Gonzalo Pizarro. Ambos partieron en su búsqueda en 1541 desde Quito y acabaron descubriendo el Amazonas para los europeos. Pero a pesar de su fracaso, la leyenda mantuvo su atracción e impulsó la colonización española de muchos territorios americanos.
Hoy día el lugar donde nació esa leyenda sigue existiendo y lleva el nombre de «Laguna de Guatavita«. Hacia ella me dirijo en una jornada que se prevee húmeda y tormentosa ya que llueve sin parar desde hace unos días en Bogotá y las sierras que la rodean. Aunque está situada a unos 70 Km. de Bogotá el acceso a la Reserva Forestal donde está enclavada la laguna no es nada fácil. A no ser que te lleven.
Por eso decido negociar con Don Javier, un taxista de confianza (imprescindible en Bogotá) para que me lleve hasta allí y me acompañe el resto del día. La tarifa queda fijada en unos 80$ que inicialmente me parecen muchos, pero es que a posteriori y viendo por donde tuvo que meterse el hombre con su coche, hasta me parecieron pocos.
La laguna esta a 3.100 m. de altura y se encuentra en una zona de protección natural oculta entre las cumbres pre-andinas de la cordillera oriental. Para llegar hasta allí hay que sufrir los inevitables atascos mañaneros de Bogotá, salir de la capital dirección norte hacia el pequeño pueblo de Sesquilé. Y entrar en el municipio de Guatavita bordeando las orillas del embalse de Tominé.
Hay carteles indicando el camino pero las carreteras se van estrechando a medida que ascendemos entre verdes colinas y grandes praderas de hierba fresca donde pastan vacas y más vacas. Tras unas desviaciones la carretera, se convierte en estrecho camino subiendo por lo que aquí se llama la «sabana». Unas semillanuras de grandes prados verdes que marcan un paisaje bien hermoso salpicado de granjas, caseríos y pequeñas huertas.
Finlamente llegamos a la entrada de la «Reserva Forestal Protectora-Productora de la Laguna del Cacique Guatavita y Cuchilla de Peña Blanca«… Pocas veces he visitado una reserva natural tan pequeña con un nombre tan largo.
El lugar es muy húmedo, hay jirones de nubes que corren entre la densa vegetación y las gotas de llovizna lo impregnan todo. El acceso no está permitido para personas con afecciones cardiacas debido a los repechos que hay que subir. Y supongo que a lo complicado que debe ser la evacuación de un enfermo desde aquí.
La entrada para extranjeros es la más cara, y las visitas pueden ser guiadas o sin guía. Todo parece bien indicado y me lanzo hacia el sendero que se pierde entre la niebla. No llueve pero la humedad es tan elevada que el agua brota de árboles, líquenes y musgos resbalando entre hojas y troncos para acabar cayendo en mi cabeza.
El escenario natural es sorprendente teniendo en cuenta que estoy en las estribaciones de los Andes. El bosque húmedo que ocupa esta franja montañosa de 613 hectáreas lo cubre todo creando un ecosistema único donde la variedad de la vegetación es la reina indiscutible. Sin embargo, la fauna es muy escasa debido a la intensa explotación de los recursos naturales de estas tierras durante siglos. Aunque se pueden ver zorros, comadrejas, ratoncillos y sobre todo algunas aves.
A medida que asciendo por el bien marcado sendero paso de estar rodeado de bambúes, helechos, bromelias, curubos silvestres, flores amarillas, rojas y violetas, mantos de musgos y líquenes a caminar entre atrapamoscas, arnicas y frailejones, plantas emblemáticas de este ecosistema capaces de absorber y acumular ingentes cantidades de agua en su interior.
No debe haber menos de 300 especies vegetales en el corto pero intenso trayecto en ascenso que lleva hasta los miradores de la Laguna de Guatavita. Cuando llego el cielo no existe, es de un blanco espectral que mata los colores y no deja apreciar el verdor de las aguas ni de la vegetación de este anfiteatro natural donde tenía lugar la ceremonia muisca de El Dorado.
Con un diámetro de kilómetro y medio y cinco de circunferencia observo esa laguna donde los españoles imaginaron sumergidos tesoros inmensos. Para ello no dudaron en intentar vaciar la laguna abriendo un corte en una de las paredes naturales, coas que no consiguieron. Se dice que de todas formas consiguieron rescatar algunas de las viejas ofrendas de oro y cerámica que fueron enviadas a España. Tras los españoles llegaron los ingleses y más tarde los propios colombianos. El último intento de drenar la laguna se hizo en 1912 y apenas se encontró nada destacable.
Sin embargo la mayor evidencia de que las leyendas muiscas eran reales se encuentran en el Museo del Oro de Bogotá. Allí, en una sala oscura y guardada entre cristales blindados, se custodia la pequeña imagen trabajada en oro que representa una pequeña balsa con el Cacique (el Zipa) y los sacerdotes realizando el ceremonial Muisca de la ofrenda en la laguna. Es la evidencia material más clara que existe del momento cumbre de este ritual.
Había visto esa figurilla de oro en el Museo del Oro con anterioridad. Así pude imaginarme la ceremonia que los Muiscas realizaron durante generaciones mientras saltaba de mirador en mirador sobre la laguna. Caminando hacia la salida dejé por enterradas en el lecho de fango de la laguna la leyenda y quizás algunos de sus tesoros.
Quén sabe si en el futuro se encontrarán nuevas evidencias, qué más da. La leyenda se convirtió en realidad hace siglos. Y en ese momento me pareció increíble que la leyenda nacida de una laguna tan pequeña promoviera tan grandes conquistas, tan grandes como la ambición de las que la llevaron a cabo.
Unos curiosos pinos, además de líquenes, arbustos, frailejones y de las gotas de lluvia que comenzaban a caer me acompañaron el resto del trayecto ya en descenso hacia la salida. Dejo atrás esta pequeña joya ecológica y uno de los hitos del patrimonio cultural de los indígenas que poblaron estas tierras.
Don Javier me esperaba paciente para llevarme hacia el pueblo de Guatavita para ir a comer y conocer su curiosa historia. Guatavita se presenta ante el visitante primorosamente cuidado. Con un aire entre nuevo y colonial que se explica cuando Don Javier me cuenta que el viejo pueblo está sumergido en las aguas del embalse de Tominé. El nuevo Guatavita acumula poco más de 50 años de historia. Pero sus casas de color blanco con tejas de barro construidas en una de las laderas del embalse tienen un encanto especial que atrae a miles de visitantes.
Sus plazas, sus callejuelas de adoquines, su centro artesanal o su hermosa y encalada de blanco plaza de toros son algunos de sus rincones más reseñables. Y, por supuesto, no pueden faltar ñas inscripciones o lugares que traen a la memoria la leyenda de «El Dorado» como la Fuente del Cacique.
Don Javier me recomienda ir a comer al único restaurante que parece abierto, la Posada del Tomine. Allí me doy un homenaje a base de un tradicional ajiaco con pollo y aguacate de primero, un conejo al ajillo de segundo y un par de cervezas Club Colombia. Al postre no llego…imposible.
Tras dar una vuelta por las tranquilas calles del pueblo, es hora de regresar a los inacabables atascos de Bogotá. Tengo que dejar atrás estos paisajes idílicos de montañas cubiertas de verdes prados y gentes tranquilas donde nació la leyenda de «El Dorado». Y donde todavía está tan presente.
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