Los tambores kalash, los dholaks, resuenan en el valle de Bumburet.
Los kalash hacen retumbar sus tambores anunciando el inicio del Chilam Joshi, el Festival de la Primavera. Las mujeres comienzan a bailar girando sobre sí mismas, o avanzando de lado unidas por las manos detrás de las cintura. Mientras, los punjabís, los pakistaníes del centro del país, las rodean mirándolas con avidez. En su mayoría son hombres jóvenes atraídos por estas mujeres de piel clara que bailan en público sin un velo que les tape el rostro. Algo totalmente prohibido en el mundo musulmán.
Las mujeres kalash: el centro de todas las miradas
El resonar constante de los tambores y los gritos de las mujeres animándose a bailar resuenan en el valle. Vestidas con sus coloridos trajes adornados con collares de cuentas de colores, y sus espectaculares tocados llamados soshutr decorados con conchas de caurí, son el centro de atención de todas las miradas. La belleza de las jóvenes kalash de largas trenzas moviéndose en círculos son todo un imán para estos hombres. Jóvenes musulmanes que recorren cientos de kilómetros para llegar hasta estos remotos valles del noroeste del país.
Los punjabís (así llaman los kalash a los pakistaníes del sur) rodean la zona de baile armados con sus teléfonos móviles, fotografiando sin parar a las jóvenes y acercándose cada vez más a las mujeres. La policía militar y las mujeres mayores intentan poner orden en este caos gritando a los hombres y empujándolos fuera de la zona de baile. Pero la belleza, el exotismo y la libertad con la que se mueven las jóvenes suponen para ellos un atractivo irresistible.
Son momentos difíciles para las kalash, conscientes de que muchos de esos hombres tienen como objetivo buscar una joven con la que quizás puedan contraer matrimonio. Se perpetúa así una especie de persecución a las mujeres de esta etnia que comenzó hace siglos. Sobre todo cuando fueron sometidos al islam en el S. XIX en Kafiristán, sus territorios de Afganistán. Los mulás wahabíes animaban a sus seguidores a esclavizar a las tribus kafir infieles para adueñarse de sus tierras, de sus esposas e hijas. Finalmente sus tierras fueron rebautizadas con el nombre de Nuristán. Esta persecución les forzó a establecerse en los valles más perdidos de las montañas del Hindu Kush.
Hoy día la persecución es más sutil, animada por las facilidades del gobierno pakistaní para imponer la religión musulmana en todo el país. Además, la pobreza empuja a muchas jóvenes kalash a desposarse con un pakistaní renunciando a su familia, a su cultura, a su lengua y su religión, convirtiéndose al Islam. A medida que las jóvenes se van yendo de las aldeas kalash, el número de integrantes de esta etnia disminuye lenta, pero inexorablemente. Por eso, todavía existe la costumbre de ocultar a las jóvenes más hermosas de los ojos de los forasteros.
El Chilam Josi, el Festival de la Primavera
El valle del río Bumburet es una sucesión de cultivos y casas de piedra y adobe con entramado de madera. Las montañas cubiertas de bosques de coníferas dominan desde las alturas este paisaje casi idílico donde la primavera marca uno de los momentos más señalados para los kalash.
La pandemia del Covid y el cierre perimetral de algunas provincias en Pakistán ha obligado a retrasar el tradicional Festival de la Primavera. Tras varias anulaciones, y coincidiendo con la luna llena, tuve la gran suerte de vivir y presenciar el Chilam Josi que se celebró a finales de mayo. Todo un regalo inesperado del destino tras el largo viaje en 4×4 de dos días por el norte de Pakistán. Un golpe de suerte que estaba dispuesto a aprovechar al máximo.
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El Chilam Joshi, junto con el Festival Uchal celebrado en verano y el Festival de Choimus en invierno, marcan el calendario festivo anual de los kalash. Durante 3 días la música y los bailes resuenan en los valles de Rumbur, Bumburet y Birir atrayendo cada año a un número mayor de turistas y curiosos. Son días en los que los kalash se desean prosperidad y seguridad para sus cultivos y su ganado.
Aquí te dejo este vídeo de los bailes y la animación que se vive durante el Chilam Joshi.
Pero uno de los objetivos de este festival, y quizás el más importante, es que los jóvenes encuentren pareja para formar una familia. Y son las mujeres las que eligen a sus parejas golpeándolas con una rama de hojas de nogal. Al finalizar el festival, los jóvenes se van a la casa del hombre donde se «esconden» durante unas semanas. Como no hay un contrato de matrimonio, la pareja puede separarse y las mujeres son libres de elegir un nuevo pretendiente la primavera siguiente.
Son días en los que las mujeres, vestidas con sus trajes típicos, bailan y giran abrazadas por la cintura en un hipnótico baile. Ellos visten el tradicional Shalwar Kameez mientras los hombres solteros se identifican llevando unas fajas bordas a mano llamadas paati. Finalmente, hombres y mujeres animados por el vino y el aguardiente, bailan y cantan juntos en círculo al ritmo de los tambores. Sí, vino y aguardiente, porque los kalash han mantenido el cultivo de la vid como parte de su cultura, al igual que los ismaelitas del valle de Hunza.
De origen incierto, su piel clara, rasgos eslavos y arte simbólico, hablan de su origen antiguo. Lo que estoy viendo es una forma de vida que brilla con esplendor antes de su más que probable desaparición. Se dice que durante la época del festival casi todo es posible para las mujeres. Desde elegir pretendiente, a fugarse con un hombre, o separarse de su marido siempre que lo haya anunciado previamente. Que las mujeres puedan tomar decisiones sobre su vida, que mantengan ciertos derechos, o que no se cubran el rostro, choca frontalmente con la visión más rígida del islamismo conservador imperante en gran parte de Pakistán.
Esta visión más «liberal» de la vida se debe en gran parte a que su religión mantiene mantiene tradiciones animistas y no se impone mediante la coacción. El colorido, la vistosidad y la alegría del Chilam Joshi sigue una serie de rituales, donde la leche con la que se bautiza a los recién nacidos, las ofrendas de queso o el agitar de ramas con sus brotes de hojas verdes simbolizan el renacer de la vida.
Aún así, las funciones de hombres y mujeres siguen estando definidas por la tradición. Mientras los hombres trabajan o comercian, las mujeres se dedican a las tareas del hogar y a la familia, aunque unos y otros se dedican al cultivo de sus campos.
También la perspectiva de género viene definida por el concepto de «pureza». Hay rituales en los que las mujeres no pueden participar. Y lugares como el Jostakhan, casa dedicada al culto y de oración, donde no pueden subir al tejado ya que está considerado sagrado. Sin embargo, las mujeres son muy respetadas en la sociedad kalash. Son mujeres audaces, de un fuerte carácter, que miran directamente a los ojos y hablan cara a cara a los hombres diciendo lo que piensan. Algo que pude observar en numerosas ocasiones en las aldeas de Batrick, Brun, Grom, Ramboor y Balanguru.
Por otro lado, los hombres no pueden acceder al Bashaleni, una casa situada en un extremo de las aldeas reservada para las mujeres tras el parto o durante la menstruación. Aunque pueden ir a trabajar al campo, no pueden entrar en la aldea. Para las feministas occidentales, una forma de exclusión social de las mujeres. Para las mujeres kalash, un lugar donde descansar durante unos días de la familia y de las duras tareas de la casa. Todo depende del color del cristal con el que se mire.
Cuando avanza la tarde, los bailes se trasladan a una amplia plataforma techada y sostenida por columnas de madera talladas con símbolos figurativos. Sin duda las mujeres son las protagonistas de la fiesta. Ellas bailan en círculos uniendo sus manos con cuerdas de colores. O bailan en grupos de 4 o 5 girando sobre sí mismas. Se muestran incansables, moviéndose sin parar durante horas sin apenas descanso. Mientras los hombres se juntan en un círculo cerrado alrededor de los tambores, mientras los jóvenes solteros se lanzan a bailar alrededor de las chicas intentando llamar su atención.
Hombres y mujeres charlan y ríen, se dan tres 3 besos en las mejillas y en el dorso de la mano para saludarse, o se apartan a un prado cercano donde se ofrece bebida y comida para todos cocinada en unas grandes ollas. Los niños y las niñas corren sin parar de un lado para otro. Y con el resonar de los tambores, vuelven a formarse los círculos de bailes que continúan hasta altas horas de la noche.
Estas escenas me recordaron el ambiente de las romerías y fiestas religiosas que se celebran en muchos pueblos de España e Hispanoamérica. Este hecho me hizo sentir todavía más cercano a los kalash.
Visitando las aldeas kalash
Los ladridos de los perros, la llamada tempranera del muecín, el canto de los pájaros, el rumor del agua en el río y el olor de las cocinas de leña, te acompañan a primeras horas de la mañana en el valle de Bumburet. La carretera principal que corre paralela al río está bordeada por una sucesión de tiendas, hotelitos y pequeños negocios. Muchos de estos negocios están regentados por hombres musulmanes.
Aquí se encuentran los colegios y el Kalasha Dur Museum donde se recogen elementos etnológicos, históricos y materiales que explican las tradiciones, cultura y religión de esta etnia. Más arriba, los bosques de grandes y viejos nogales con troncos de varios metros de diámetro marcan el límite de las zonas habitadas.
Por todo el valle se ven canales y acequias. A la salida del pueblo se extienden los campos cuidadosamente labrados salpicados de árboles frutales, pequeños huertos, higueras y viñedos en terrazas escalonadas levantadas con muretes de piedra. A veces da la sensación de que el tiempo se hubiera detenido en estos valles donde muchas casas apenas cuentan con las comodidades básicas, como la electricidad o el agua corriente.
Desgraciadamente el desarrollo mal entendido también está llegando a estos recónditos valles. Se abandonan las viejas construcciones tradicionales de madera, piedra y adobe, con techos planos recubiertos de tierra que aíslan del calor y el frío. Y se levantan mamotretos de cemento y hormigón gris. Las nuevas casas sustituyen las tradicionales puertas de madera por planchas metálicas. Y los techos se cubren con cubiertas de chapa que no aíslan de las temperaturas extremas.
Decidimos acercarnos hasta el cercano valle de Rumbur donde todavía se conservan casi intactas un par de aldeas kalash. Tanto en Grom como en Balanguru la vida trascurre a un ritmo mucho más tranquilo que en el cercano valle de Bumburet. Aquí se ven pocos musulmanes. Los hombres trabajan en los campos o en sus tiendas, mientras las mujeres cuidan de los más pequeños, o lavan la ropa en el río y en las acequias cercanas.
En la calle principal de Balanguru me encuentro con un grupo de hombres que trabajan construyendo una casa descansando a la sombra. Empezamos a conversar y me preguntan de dónde soy, de mi viaje por Pakistán, o por la pandemia de Covid que apenas les ha afectado. Finalmente les pregunto por los orígenes de los kalash, pero tras mirarse unos a otros, ninguno me sabe dar una respuesta clara.
Cuando los niños y niñas salen del colegio las calles de estas aldeas cobran vida. En una pequeña balconada me encuentro con Zulaikha concentrada leyendo en un libro escolar. Tras iniciar una conversación en inglés, llegan Sahiba y unas amigas, todas vestidas con su colorida vestimenta tradicional. Entre tímidas y curiosas las niñas me van diciendo cómo se llaman y pasamos un buen rato haciéndonos fotos. Más tarde me congratulará saber que la tasa de escolaridad entre las niñas kalash es de las más altas de Pakistán.
Tras comer en un pequeño restaurante y panadería, regresamos al valle de Bumburet para visitar el mayor y más antiguo de los cementerios kalash. Bajo la protección de 3 grandes cedros, centenares de sarcófagos de madera aparecen abiertos, rotos y desparramados sobre la hierba y las piedras del cementerio. En algunos todavía se distingue algún hueso entre las maderas desvencijadas. El escenario es un tanto sobrecogedor, consecuencia del progresivo abandono de las tradiciones kalash y de la gran riada del 2015 que arrasó el valle y parte del cementerio.
Antiguamente los kalash no enterraban a sus muertos. Los colocaban con sus joyas en sarcófagos de madera abiertos, pues creían que en cualquier momento podían volver a la vida. Pero la influencia de la religión musulmana ha hecho desparecer esta tradición funeraria. Al igual que otras tradiciones, como la de los kundurik o totems de madera que representan figuras humanas. Hoy sólo queda un artista en estos valles que mantiene la tradición de las tallas tradicionales kalash.
Actualmente se entierra a los fallecidos. Aunque se siguen celebrando los rituales funerarios en los que la gente del pueblo se reúne en el Jestakhan, la casa ceremonial. Allí se baila, pues se cree que el fallecido va a un lugar mejor, y se recauda dinero para comprar comida que se reparte entre los asistentes al día siguiente. Los Kalash celebran la muerte porque creen que el alma del difunto vuelve con su creador y vive para siempre.
En la parte más alta de Bumburet las casas de madera, piedra y adobe parecen construidas unas sobre otras mirando a las montañas y al valle. Las casas se comunican a través de amplias balconadas y escalinatas talladas en troncos llamadas shidik formando una estructura laberíntica. Muchas todavía conservan en sus pilares de madera tallas simbólicas de significado desconocido.
Es una auténtica delicia perderse por estas callejuelas, mirar por todos los rincones, descubrir las decoraciones de las casas más antiguas y ver a la gente en sus quehaceres cotidianos. Los kalash todavía mantienen esa mezcla de amabilidad y curiosidad hacia los extranjeros que permite acercarse con facilidad. Así fue como pude retratar a estas mujeres y niñas, algo que en otros lugares de Pakistán hubiera resultado imposible.
Los kalash y su incierto futuro
Precisamente es en el valle de Bumburet donde más se notan los cambios que se están produciendo en la ancestral forma de vida de los Kalash. La mayoría de la población sigue viviendo una vida sencilla basada en la agricultura y la ganadería, cultivando en pequeñas huertas y trigo en los valles más despejados de vegetación. La comida sigue preparándose en hornos de leña, y la mayoría de las casas siguen conservando su estructura tradicional de madera y piedra.
Los hombres hace tiempo que dejaron de vestir sus vestimentas tradicionales adoptando el estilo shalwar kameez: la camisola larga y el pantalón a juego típico de esta zona del subcontiente indio. Pero las mujeres y las niñas siguen vistiendo en su vida diaria sus llamativos trajes decorados con collares de cuentas de colores y el cabello recogido en largas trenzas.
Sí, muchas tradiciones se conservan. Pero la vida moderna está llegando a estas aldeas de forma inevitable a través de los caminos de tierra. Y los habitantes de otras regiones del país también. Los «punjabís» abren sus tiendas ofreciendo productos de consumo desconocidos. Además, traen consigo su religión musulmana y sus costumbres, mucho más estrictas que las de los kalash.
Aunque en apariencia musulmanes y kalash coexisten pacíficamente, en el valle de Bumburet los musulmanes sunitas son ya mayoría. Y las aldeas Kalash se alzan sobre las laderas del valle como los últimos reductos de una forma de vida y de entender el mundo que parece condenada a desaparecer. Tal como pasa con las últimas etnias del valle del Omo en Etiopía, o con los indígenas Embera de Panamá.
Los cambios se han ido produciendo de manera inevitable, y la gente mayor se muestra preocupada por el hecho de que los jóvenes vayan olvidando sus tradiciones. En las escuelas los profesores enviados por el gobierno dan las clases en urdu. Y la conversión al Islam sigue en aumento, sobre todo entre las mujeres. Es una sutil forma de asimilación de la población Kalash que aquí inquieta a mucha gente.
El Festival de la Primavera logra reverdecer el sentido de orgullo entre los kalash. Los niños y las niñas juegan juntos sin preocupaciones. Las mujeres preparan sus dulces típicos o se acicalan con sus mejores joyas y vestidos. Los hombres decoran sus gorras con plumas de colores. Y todo lo que es único y hace tan diferentes a los Kalash está a la vista de los visitantes en una atmósfera festiva única de alegría y relajación.
Los kalash son gente sencilla, amable y hospitalaria que empieza a darse cuenta de los beneficios que puede reportarle el turismo. Por eso siempre reciben a los visitantes con una sonrisa y un isphata, su saludo de bienvenida. Algunos también han empezado a trasformar sus casas en pequeños hoteles y tiendas donde venden artesanía y productos locales.
Pero los cambios se siguen produciendo rápidamente, y el hecho de que los kalash no tengan registros escritos de su pasado tampoco ayuda. Solo algunos ancianos llamados Qazis mantienen la memoria de este pueblo recogida en forma de canciones, leyendas e historias de guerreros, dioses y demonios, de espíritus buenos y malos. La muerte de cada uno de estos Qazis, o de cualquier persona mayor, supone la desaparición de parte de su historia, de sus tradiciones y de su cosmogonía. Posiblemente de las más antiguas de los pueblos que habitan esta zona del centro de Asia.
Con el fondo del sonido de sus tambores, guardaré para siempre en mi memoria la alegría y sencillez de carácter de los kalash. Así como la belleza accidentada de los remotos valles del Hindu Kush donde viven, y el estilo único de vida que todavía mantienen. A pesar de los cambios impuestos por imposiciones políticas y religiosas y del empuje del mundo globalizado. Por todo esto convivir con los kalash durante unos días ha sido todo un privilegio.
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La luna llena se oculta tras las altas montañas que rodean el valle de Bumburet dando paso a un nuevo día. Un día más para la población kalash, heredera de una forma de entender el mundo que parece fuera de lugar en un mundo cada vez más uniforme y carente de matices y tonalidades. Una auténtica «isla de resistencia» heredera de una cultura ancestral y de una forma de vida que merecen tener continuidad en el tiempo.
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