Una Semana Santa en Quito inolvidable.
Cada rostro al que miro, cada mirada que me observa guarda una historia secreta y oculta. Son miradas que no se olvidan, que lo expresan todo sin pronunciar palabra. Cada persona que me encuentro viene hoy a expiar sus pecados, a pedir perdón o a dar las gracias.
Cuando les pregunto al respecto me relatan en voz baja historias de dolor, de penalidades o de vidas rotas. Pero también de esperanza, de una fe inquebrantable y de agradecimiento.
Hoy es Viernes Santo en Quito, y aquí me dicen que en Viernes Santo siempre llueve. Pero hoy el sol se abre paso con fuerza entre las nubes blanquecinas y las estribaciones andinas del Pichincha. Estoy en el centro histórico de la capital ecuatoriana rodeado de las joyas coloniales que le han valido a la ciudad el título de Patrimonio de la Humanidad.
Y desde muy temprano miles de personas ocupan sus calles para asistir al momento cumbre de la Semana Santa quiteña: la Procesión del Jesús del Gran Poder.
Hoy en las calles del centro de Quito viviré el sufrimiento, pero también la esperanza. Y una expresión de la fe que intimida, que sorprende y que abruma por su fuerza y magnitud. Hoy miles de ciudadanos anónimos vestidos con túnicas y velos morados serán los protagonistas de un fascinante acto de religiosidad y de expiación comunitaria.
Dicen que siempre llueve en Quito el Viernes Santo. Pero hoy no va a ser así. Mal día para los que cargan con pesadas cruces. Y para aquellos que marchen descalzos: el asfalto recalentado va a suponer una auténtica tortura para sus pies. No va a haber lluvia que los refresque, que limpie el sudor de sus cuerpos, ni que lave la sangre de las heridas. Heridas producidas por los alambres de espino enrollados al cuerpo, por las púas de los cactus clavados en las espaldas y por las cadenas atadas a los tobillos de muchos de los penitentes.
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Los preparativos. Convento de San Francisco.
Es Semana Santa en Quito. Las cruces de piedra plantadas frente a iglesias y conventos están engalanadas con denarios de flores en forma de cruz. El ambiente es festivo, suena la música y desde primera hora los vendedores ambulantes preparan sus puestos en lugares estratégicos. Venden cruces de madera a 1 dólar en las calles que rodean el convento de San Francisco, además de velas, incienso, medallas y estampitas religiosas. También helados de paila, zumos de frutas, higos endulzados con panela, botellas de agua, paraguas por si llueve y por si no llueve, o los productos de su huerta.
Y me cruzo con un par de poncheros empujando sus carros blancos. Un oficio este el de vender ponche casero que está a punto de desaparecer.
Tengo la suerte de ir acompañado por personal de Turismo de Quito que me ha facilitado el pase de Prensa imprescindible para acceder a los lugares de acceso restringido. Y que además me ofrecen toda la información que necesito para comprender lo que está pasando a mi alrededor. Es así como puedo acceder al interior del patio del Colegio Franciscano que está lleno de personas que vienen a procesionar e intentar redimirse de sus pecados. Y cuanto más grandes son, más dura es la penitencia que se auto imponen.
Desde muy temprano los penitentes previamente inscritos llegan hasta el Convento de San Francisco, lugar donde se almacenan los trajes de cucurucho, las vestimentas y capirotes morados con los que desfilarán la mayoría de los penitentes. Los frailes franciscanos, además de distribuir la ropa, dan instrucciones, ordenan, informan y distribuyen a penitentes y verónicas con una sincronización perfecta.
Mientras los cucuruchos se preparan aquí en el patio y al aire libre, las verónicas se visten en la Capilla de Cantuña donde no pueden entrar los hombres. Allí estas mujeres se visten de morado con sus elaborados velos y encajes para recordar la figura de la prostituta Verónica que limpió con un velo el rostro de Cristo manchado de sangre.
Mientras tanto en la calle otros penitentes se preparan para representar la muerte de Jesús. Acompañados de familiares y amigos han descargado de furgones y camionetas las pesadas cruces de madera que dejan apoyadas contra los gruesos muros de San Francisco. Las mismas cruces que cargarán y arrastrarán durante las 3 horas que dura la procesión.
Dentro del patio del Colegio Franciscano hay familias enteras, grupos de amigos, de jóvenes, mayores y también niños. Casi todos están vestidos ya de morado y portan el capirote que finalmente les ha dado el nombre de cucuruchos. Hay personas que vienen por primera vez. Pero la mayoría vienen desde hace años para pedir perdón por sus pecados, para pedir un milagro que cambie sus vidas o en agradecimiento por los favores recibidos. Muchos portan imágenes del Jesús del Gran Poder, de santos o de la Virgen, además de crucifijos, figurillas, rosarios y estampitas.
Mientras tanto veo a muchos penitentes que se atan cadenas metálicas de gruesos eslabones en los tobillos o rodean su torso con alambre de espino. Otros llevan cactus y ramas de espinos atados a sus espaldas; y también están lo que llevan ortigas y gruesas cuerdas con las que se azotarán. O los que llevan enrollada en su cabeza una corona de zarzas espinosas.
En este patio donde habitualmente juegan los niños se respira un ambiente de tensión controlada. Apenas se oyen conversaciones y las miradas se pierden en el infinito reflejando la introspección personal de cada uno de los asistentes.
Me detengo ante un hombre de rostro moreno marcado de profundas arrugas que dice llamarse Jorge Ortega. Viene acompañado de su esposa y me cuenta que ambos asisten como cucuruchos a la procesión desde hace 4 años. Por qué, le pregunto. «Porque así nos lo ha pedido Dios» me contesta convencido.
En el centro del patio hay un pequeño paso procesional con una imagen del Jesús del Gran Poder decorado con flores, chaquetillas y capotes de torero. A su alrededor esperan un grupo de hombres vestidos con pantalón y camiseta blanca donde está escrito el lema «Jesús del Gran Poder Patrón de los toreros«.
Me acerco a ellos y efectivamente, son toreros ecuatorianos. Me cuentan pesarosos que desde que el Gobierno ha prohibido la muerte del toro en las corridas apenas tienen trabajo. Sobreviven de torear en pueblos y ciudades pequeñas porque en Quito y otras grandes ciudades ya no se celebran corridas. Aún así se muestran orgullosos de su profesión y cada año asisten sin falta a la procesión de su santo patrón. Quizás guardan secretamente la esperanza de volver a torear algún día en la Plaza Belmonte de Quito.
Por megafonía llaman a formar a los penitentes en filas de a cinco y todo el mundo se pone en pie. Ha llegado la hora.
Comienza la procesión del Viernes Santo
Mientras tanto la Plaza de San Francisco, para mí la más hermosa de Quito, se ha ido llenando de gente. Suena música religiosa por los altavoces y la fachada blanca del Convento reluce bajo el sol. Frente a la puerta cerrada de la iglesia de San Francisco me cruzo con un hombre joven que carga con una cruz.
Va ataviado con una capa blanca y una corona de espinas en la cabeza. Se llama Segundo Cristóbal Morocho Ávila y viene a procesionar por su cuenta desde hace 15 años. Y lo hace en agradecimiento tras superar 3 meses de coma provocado por un gravísimo accidente que a punto estuvo de llevarle al otro mundo. Supongo que superar algo así debe despertar cualquier fe adormecida.
Muy cerca un hombre mayor con capirote en la cabeza termina de ajustarse un alambre metálico con púas alrededor de su cuerpo. En su torso lleva escrita la razón por la que está aquí: «Agradesco a Jesús del Gran Poder haber salvado con su trasplante de riñón a mi hijo».
Junto a él un hombre termina de ajustar los pernos, tuercas y tornillos que unen los maderos de una tremenda cruz. Sinceramente, no creo que pueda ni levantar del suelo esa cruz que debe pesar más de 100 kilos. Me pregunto qué puede llevar a este hombre a arrastrar tan pesada carga por las calles en cuesta de Quito, por esas calles donde el resuello se pierde tan fácilmente y el oxígeno parece no querer entrar en los pulmones.
Me acerco hasta la puerta de la Capilla de Cantuña donde una señora ataviada de morado cubre su rostro perfectamente maquillado con un velo de encaje blanco. Tiene 65 años y hoy marchará en primera fila abriendo la procesión de las verónicas.
Le pregunto y me cuenta que cada año vienen más verónicas, que lleva 7 años asistiendo a la procesión y que este año se ha impuesto como penitencia hacer todo el recorrido descalza. Me lo dice mientras se cubre la boca y el rostro con el velo, mirando siempre hacia lo lejos con sus grandes ojos color miel.
Son las diez y media y por fin se abren las puertas del claustro de San Francisco. Primero salen los cucuruchos en formación de a 5. Se calcula que hoy son unos 1.500.
Entre ellos se van alternando algunos penitentes solitarios o acompañados de sus familias o amigos que les esperan y acompañan.
También bandas de música, pequeños pasos de alguna cofradía y penitentes cargando cruces y pesados troncos, castigándose con cactus, ortigas o arrastrando cadenas.
Hay soldados romanos, frailes y más cucuruchos en un desfile que parece no tener fin. Suena la música de las bandas y tintinean las cadenas de hierro al ritmo cadencioso del caminar del penitente. El sonido metálico contraste con el caminar silencioso de muchos pies descalzos sobre la piedra.
Algunos son solo niños.
Y veo a aquel hombre que atornillaba su cruz. Con rostro emocionado y ojos húmedos comienza a arrastrar con gran esfuerzo el enorme madero de más de 100 kilos de peso bajo la mirada atenta de los asistentes.
A paso lento y tirando del madero con un esfuerzo sobrehumano se integra en la comitiva procesional y desaparece tragado por la multitud. No lo volví a ver pero por lo que pude averiguar venía a pedir a Dios, al Jesús del Gran Poder y a todo el santoral si fuera necesario, que su hijo pudiera escapar de su adicción a las drogas. Qué gran fe y que gran motivo para este sacrificio. En ese momento pensé que el amor de algunos padres por sus hijos sí que es infinito e inconmensurable.
No puedo evitar fijarme en dos hermanos gemelos que se ayudan el uno al otro a colgarse a la espalda una cruz formada con ramas de cactus llenas de espinas. A pesar del dolor visible en sus rostros ninguno de los dos emite el más mínimo gemido, ni tan siquiera intercambian una palabra entre ellos.
Como si no fuera suficiente, empiezan a azotarse con ramas de ortigas y poco después se integran en la procesión y desaparecen. Su silenciosa y dolorosa devoción me pone los pelos de punta.
Ya ha pasado casi una hora y siguen pasando cucuruchos y penitentes ante la atenta mirada de las verónicas. Ellas sólo se unirán a la procesión cuando aparezca la imagen de La Dolorosa para situarse justo delante del paso del Jesús del Gran Poder.
Entre la música de las bandas y los cantos religiosos veo llegar a la comitiva de los toreros avanzando con elegancia y nunca mejor dicho, orgullo torero.
Mientras tanto la procesión sigue adelante con un orden y una puntualidad perfectas, mostrándose ante un pueblo entregado con ardor inusitado a la esperanza que les da la fe católica. Los arrepentidos siguen saliendo ordenadamente camino de la plaza golpeando sus espaldas con ramas de espinos, cargando pesados troncos de madera y arrastrando pesadas cadenas.
No quiero ni pensar en las historias que se ocultan tras sus miradas. Los menos llevan colgado del cuello un cartel con su pecado escrito en mayúsculas: LATRO, ladrón. Empiezo a ver sangre en las espaldas, en los pies y en los tobillos. Y rostros demudados por el inmenso esfuerzo y el dolor.
La comitiva lleva casi una hora y media saliendo por la puerta del claustro cuando aparece el paso de La Dolorosa y las verónicas, muy atentas, se ponen en marcha. Unas 300 mujeres, casi todas cubiertas con velos morados, se unen entonces a la procesión saliendo desde la Capilla de Cantuña llamada así en honor al constructor del atrio del convento de San Francisco.
Cuenta la leyenda que viendo que no iba a poder cumplir con los plazos de su trabajo, Cantuña vendió su alma al diablo para que le ayudara. Pero Cantuña puso como condición que la obra estuviera totalmente terminada. El día en que se cumplía el plazo el diablo mostró todo el trabajo hecho y reclamó su parte del trato. Pero Cantuña había retirado y escondido una piedra con anterioridad por lo tanto el trabajo no estaba terminado. Y así fue como el diablo, engañado por un simple mortal, no se salió con la suya y regresó al infierno con las manos vacías.
El Jesús del Gran Poder
E infierno es lo que está enviando este sol ecuatorial sobre mi cabeza cuando aparece el paso procesional del Jesús del Gran Poder. Decenas de policías uniformados forman a su alrededor girándose hacia él. Entonces oigo detrás de mí una voz: «Venga, ahora…con respeto». Y suena el himno de Ecuador. Los policías y militares saludan y toda la gente presente en la plaza canta el himno nacional del país andino, muchos con la mano puesta sobre el corazón.
Al terminar el himno un locutor lee por megafonía la condena a muerte de Jesucristo firmada por Poncio Pilatos, el gobernador romano de Jerusalén. Toda la plaza sigue en silencio, a la espera de que el paso del Jesús del Gran Poder salga definitivamente por la puerta del claustro de San Francisco.
Durante la época colonial española se encontraba aquí la Escuela de Artes y Oficios que prosperó mientras duró la Real Audiencia de Quito. Este fue el origen de la Escuela Quiteña, un estilo artístico que reunió lo mejor de las tradiciones artísticas españolas e indígenas en un sincretismo cultural realmente admirable. Fue aquí donde un padre franciscano llamado Carlos realizó en el S.XVII la talla policromada de «El Nazareno«. Hace unos 50 años esta imagen pasó a denominarse «Jesús del Gran Poder«.
Esa misma imagen que ahora, a las 12 en punto del mediodía, avanza hacia la plaza mientras resuena el himno al Jesús del Gran Poder. Empujada por una treintena de personas y custodiada por decenas de policías uniformados que le abren paso, se sumerge finalmente entre la multitud que ha esperado horas bajo el sol para verla pasar.
La procesión lleva en camino una hora y media. Ha pasado ya por la Plaza Grande y avanza hacia la Basílica del Voto Nacional ascendiendo por la empinada calle Venezuela. Una vez allí dará media vuelta y regresará por Calle de las Siete Cruces. Mientras tanto el centro histórico de Quito se llena de cucuruchos, portaestandartes, soldados romanos, penitentes, verónicas, músicos, curiosos y turistas.
Y de policías que van abriendo el paso como pueden a la comitiva en unas abarrotadas calles, al tiempo que intentan evitar las avalanchas de fieles.
Sólo hay una forma de sentir el vértigo emocional que provoca esta procesión y es seguirla desde el principio. A pie de calle, mirando a estas personas directamente a la cara para intentar descifrar los sentimientos que les embargan por dentro.
O sumándote a las miles de personas que esperan pacientemente su paso en las aceras.
La calle Venezuela es un río de creyentes que se convierte en marea cuando aparece la imagen del Jesús del Gran Poder. Las ventanas de las casas se abren y los balcones quiteños se llenan de gente que observa con silencio y respeto el pasar de la procesión. A lo lejos distingo la escultura metálica de la Virgen del Panecillo aupada en su promontorio a 3.000 m. de altitud. Visible desde cualquier punto de Quito, la única Virgen alada existente parece observar la procesión que avanza lenta pero inexorablemente hacia las torres de la Basílica del Voto Nacional.
Ya de regreso hay penitentes que se paran, se sientan a descansar en las aceras o caen arrodillados bajo esas pesadas cruces que arrastran por estas cuestas eternas. Los pies desnudos, sucios y casi sin piel muestran la dureza de su penitencia.
El paisaje colonial acoge de nuevo a ese río de cucuruchos y velos morados que vuelve hacia San Francisco bajo un cielo que comienza a cubrirse de nubes oscuras.
Quizás no sea tarde para esa lluvia que alivia el sufrimiento de los penitentes y que como dicen aquí, siempre está presente en la procesión del Viernes Santo. Quizás sea esa la lluvia que termina por limpiar las almas de los arrepentidos o que riega la esperanza de los desesperados.
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