Ladakh, lo que queda del budismo del antiguo Tíbet..
El grave sonido de las trompetas tibetanas resuena por el valle a las 7 de la mañana. Es la hora a la que los monjes de la gompa budista aferrada a la ladera de la montaña inician sus rezos matinales. Estoy en un valle perdido de Ladakh, a más de 4500 m. de altura rodeado por las estribaciones del Himalaya.
Los campos cultivados, perfectamente delimitados en sus parcelas, se extienden hacia el valle. Nubes blancas flotan en un cielo azul y el aire parece trasparente. A esta altura cuesta respirar. Es el momento de regresar a la casa de mis anfitriones donde me reciben con un té mezclado con mantequilla de yak y un plato de arroz blanco. Chop, chop, chop, chop…Tras levantarse, las hermanas de la casa vestidas al más puro estilo tradicional de las campesinas, se afanan batiendo a mano la grasa de la leche de yak. Lo hacen mezclándola con agua y sal en una especie de tubo de madera. La noche ha sido tranquila, pero dura. Dormir sobre unas tablas de madera en una habitación por donde corre el fresco aire de la noche no es tarea fácil.
Una casa sin agua corriente, donde a duras penas llega la corriente eléctrica, y donde el baño consiste en un agujero rodeado de paja en el establo. Una casa de ladrillos de adobe con los marcos de puertas y ventanas de madera tallada y techo plano con paja puesta a secar en la parte superior. Una casa como cualquier otra en una aldea perdida de un pequeño valle al que sólo llega una sinuosa carretera de tierra.
Así es la vida en la mayoría de las aldeas de Ladakh, la región menos habitada de la India y una de las más remotas del mundo. Un lugar donde la mayoría de sus habitantes permanecen casi totalmente aislados por la nieve y el hielo durante los largos meses del invierno con temperaturas que pueden llegar a -30C. Un lugar donde el budismo tibetano y sus tradiciones más ancestrales siguen marcando los días, las festividades y los ritmos de vida de la mayoría de los ladakhis.
Tradiciones, costumbres, celebraciones y festivales propios del budismo, y de los que no tengo ni la más remota idea.
¿Quieres saber más sobre los habitantes de Ladakh? Aquí te dejo el artículo que les he dedicado: Ladakh: retratos en los confines del Himalaya
Pero ¿dónde está Ladakh?
La región de Ladakh, enclavada entre el Tíbet controlado por China, y la frontera con Pakistán, estuvo cerrada al turismo durante muchos años. A día de hoy Ladakh es una región administrada por la India, aunque históricamente ha estado adscrita a Cachemira. Una región estratégica y crisol cultural del Asia Central en disputa constante entre la India y Pakistán.
En Ladakh los caminos de tierra se pierden entre altas montañas que superan los 6000 metros de las cumbres más cercanas del Himalaya. Esas moles rocosas, sin apenas señal de vida vegetal, son el telón de fondo de cualquier ruta que se adentre en la que es una de las regiones más aisladas del mundo.
Los de Ladakh son paisajes agrestes, resecos, donde la tierra, la piedra y el polvo conforman inmensos escenarios de tonalidades ocres y grises. Colores que contrastan con el color blanquecino del hielo de los glaciares y los intensos azules de un cielo casi siempre despejado.
El río Indo, que nace en las estribaciones montañosas del Tíbet, atraviesa Ladakh. Y se adentra en Pakistán para desembocar en el mar Arábigo. Otros cursos de agua provenientes del deshielo de los glaciares salpican de ríos y lagos de alta montaña el paisaje de Ladakh y de sus valles. Valles donde se asienta la mayor parte de las aldeas y pueblos que, cuando desaparece la nieve del invierno, se tiñen del verde de sus bosques de ribera y de sus campos de cultivo.
¿Quieres saber cómo es pasar un par de semanas viajando por Ladakh? Aquí te dejo el artículo en el que te detallo mi recorrido y todo lo que puedes ver: Ladakh, un viaje al Tibet más auténtico en el norte de la India
Leh, la capital de Ladakh
Cualquier viaje a Ladakh suele comenzar en Leh (3650 m.), donde se encuentra el aeropuerto que la une con Nueva Delhi. La antigua capital del reino de Ladakh y hoy capital de la región, vive un crecimiento acelerado gracias a la llegada de un turismo ávido de conocer una de las regiones más remotas del planeta. El monasterio de Sankar y el imponente, pero abandonado, Palacio de Leh dominan la ciudad desde las colinas que rodean esta ciudad.
A sus pies se extienden las desordenadas calles del barrio musulmán, el mercado y las calles comerciales plagadas de tiendas de recuerdos, artesanías y material de excursiones y montaña. La mezquita, recientemente renovada, comparte el centro de la bulliciosa Leh con la gompa budista. Aunque la convivencia entre musulmanes y budistas ha sido tradicionalmente pacífica, ha habido momentos puntuales de tensión entre ambas comunidades.
A todo esto, hay que sumar en las últimas décadas la llegada continua de refugiados tibetanos que huyen de la represión que China está llevando a cabo en el Tibet. Y la afluencia de turistas hindús y occidentales ávidos de nuevas experiencias. Un cóctel urbano de gentes y religiones de diversos orígenes que hacen de Leh una ciudad con ambiente cosmopolita. Y la única población de la región con una interesante y variada infraestructura comercial y hotelera.
El mal de altura. Viajando a más de 4.000 m. de altitud
No está de más recordar que en Ladakh se encuentran los 3 pasos de carretera más elevados del mundo. Como el Khardung La de 5359 m. sobre el nivel del mar que une el valle de Leh con el valle de Nubra. Os aseguro que tanto el ascenso como el descenso de estos pasos que conectan los distintos valles de Ladakh, son una experiencia única. A nivel físico porque respirar o hacer cualquier movimiento a esta altitud supone todo un esfuerzo. A nivel emocional, porque la grandiosidad de los paisajes te deja anonadado y absorto.
Cuesta respirar. Porque respirar, o realizar hasta el más mínimo esfuerzo a más de 4000 m. de altitud, no es tarea fácil. Y esto es lo primero que hay que saber antes de iniciar un viaje a Ladakh. Cada cuerpo responde de una manera a este período de adaptación a la altura que puede llevar varios días. A partir de los 3000 m. de altura se produce un malestar físico conocido como “mal de altura”. O como se dice en las regiones andinas, el “soroche”.
A mayor altura, la proporción de oxígeno es menor, y por lo tanto disminuye la concentración de oxígeno en sangre. El cuerpo se esfuerza para producir más glóbulos rojos para trasportar el escaso oxígeno a las células. Y mientras se produce esa adaptación aparecen los dolores de cabeza, el malestar corporal, las apneas del sueño y las dificultades respiratorias. Hay que estar atentos a los niveles de oxígeno en sangre, y evitar todo esfuerzo cuando su proporción descienda a niveles no recomendables.
Por eso los viajes a estas regiones de alta montaña necesitan de unos días iniciales de adaptación. Días en los que hay que beber mucho (nada de alcohol), comer poco y hacer el mínimo esfuerzo. Hay personas que necesitan un día o dos para conseguir esta adaptación. Otras, como yo, necesitan más de una semana. Aun así, sigo viajando a estos lugares remotos, inhóspitos, duros y magnificentes que son las regiones de alta montaña. Siempre he sufrido de este mal de altura, incluso en lugares no muy altos como Ciudad de México, Quito o Cuzco. Y he aprendido que lo mejor es tomarse las cosas con calma. Al final, de una forma u otra, el cuerpo se va adaptando y, poco a poco, los males van remitiendo.
Budismo, monjes, gompas y chorten
En Ladakh las gompas, los antiguos monasterios budistas tibetanos, conforman un paisaje único y sorprendente. Aferrados a las laderas de colinas y montañas, algunos situados a casi 5000 m. de altitud, conforman un paisaje de paredes encaladas, estructuras de madera y tejados pintados de rojo.
La influencia tibetana en Ladakh siempre ha estado presente en su Historia. Tanto formando parte del reino del Tibet, como por su influencia a la hora de introducir el budismo. Por eso su influjo cultural y religioso es más que evidente. Hoy día esa influencia continúa a través de las sucesivas oleadas de refugiados tibetanos que huyen de un Tíbet ya totalmente sometido por China. Viajar por Ladakh supone una inmersión en formas de vida y creencias ancestrales.
Las que todavía perviven en el corazón de sus habitantes, en el interior de las viejas casas de piedra, o en los rincones secretos de los viejos monasterios tibetanos. Muchos de ellos con mil años de existencia. Por algo a Ladakh se le suele llamar como “la pequeña Tíbet”. Personalmente la definiría como la depositaria de lo más auténtico de la tradición budista tibetana. Más exactamente, como lo que queda de auténtico del antiguo Tíbet.
Sin duda la cultura budista tibetana y su reguero de gompas y chorten (estupas) repartidas por casi todo Ladakh, merece un capítulo aparte. Por no hablar de la cantidad de esculturas y figuras de buda de todos los tamaños que encontrarás sobre todo en los monasterios. La influencia del budismo es tan grande que sigue marcando el día a día de gran parte de los habitantes de esta remota región del noroeste de la India. Así como su calendario festivo y sus principales celebraciones.
Esta influencia tibetana todavía se siente a día de hoy. Aunque es la triste consecuencia de la huida de los tibetanos hacia la India a través de Ladakh tras la invasión china de su país. Es un goteo constante de refugiados que, con el paso de los años, se van integrando (no sin dificultades) en la vida de esta región poblada por gentes de muy diferentes orígenes y creencias.
Pero si hay algo que llama la atención de manera especial a todo el que llega a Ladakh, es la presencia de esos monasterios aferrados a las colinas y a las escarpadas laderas de las montañas. Aislados y rodeados de paisajes inmensos, las gompas son visibles desde kilómetros de distancia. Sus construcciones se destacan en la lejanía con sus paredes encaladas, sus contraventanas de madera y sus edificios centrales pintados en tonalidades rojizos o en color azafrán. Como el de Thiksey.
Estos viejos templos budistas con siglos de antigüedad guardan entre sus paredes el secreto de viejos rituales y el murmullo de desconocidos rezos. Son el lugar sagrado donde se conservan las esencias del budismo tibetano más tradicional y auténtico. Aquí están depositados como auténticos tesoros los viejos libros sagrados, antiguas imágenes talladas en madera de budas y demonios, y salas de oración decoradas con extrañas pinturas. Además de enormes estatuas de buda, como los Maitreya del monasterio de Hemis. O el del monasterio de Thiksey con sus 15 m de altura. Y para gigantismo, el enorme buda sedente de 32 metros levantado junto al monasterio de Diskit que domina todo el valle del río Nubra.
Todo el simbolismo de la cosmogonía budista está representado en cada uno de estos viejos monasterios. En ellos residen, rezan, viven y mueren desde hace generaciones hombres y mujeres dedicados en cuerpo y alma a conservar y a dar a conocer sus creencias. La mayoría de las veces en unas condiciones de vida durísimas. No puedo imaginar otra cosa cuando, por fin, llego a monasterios como el de Phukthar de más de 800 años de antigüedad. Para llegar hasta el son necesarias varias horas de carretera infame y un par de horas de marcha a pie por senderos de montaña a 5000 m. de altitud. Pero cuando llegas, lo único que puedes pensar es que sólo por estar aquí ha merecido la pena viajar desde la otra punta del mundo.
La misma sensación que se tiene al presenciar una puja a primeras horas de la mañana en las salas de oraciones del Monasterio Karsha. Una ceremonia en la que los monjes, pequeños y mayores, desayuna y rezan al mismo tiempo. Y todo ello con los maravillosos paisajes del valle de Zanskar de fondo. O al ser testigo del rezo de los libros sagrados al aire libre en el patio de la gompa de Lingshed rodeado de monjes sentados y totalmente abstraídos en la lectura de los antiguos textos.
Estos complejos religiosos son como islas de humanidad en medio de paisajes vacíos y yermos, rodeados de altas montañas que resaltan su inabarcable soledad. Al mismo tiempo son el lugar de residencia y oración para monjes, y de peregrinación para creyentes. Pero también son el refugio, hogar y escuela para muchos niños que quieren estudiar y cuyas familias apenas tienen recursos.
Un nuevo buda llega al valle
El acceso al gran valle de Zanskar se hace a través de dos puertos de montaña, el Sirsir La (4785 m.) y el Singe La (5056m.) El trayecto desde estas alturas hacia la localidad de Lingshed es un vertiginoso descenso por un camino que serpentea por las laderas de las altas montañas. Los plegamientos orogénicos de las montañas de paredes verticales dibujan un paisaje de colores ocres, casi desértico, donde apenas hay rastro de vegetación.
La ruta hacia Padum continua su espectacular descenso por un camino de tierra. Hasta entrar en el valle del río Zanskar por un estrecho corredor rodeado de paredes de roca y deslizamientos tierra. Padum es un pueblo sin ningún atractivo, pero es el epicentro de la actividad económica del valle y es aquí donde encontrarás algunos hoteles, tiendas y restaurantes.
En Zanskar la sorpresa puede aparecer en cualquier momento. Quizás sea al acceder a la cocina de un monasterio budista donde se prepara el desayuno antes de asistir a una puja mañanera, o simplemente observando las rutinas diarias de los monjes. Y ¿por qué no? al poder ser testigo de la presentación de la imagen de un pequeño Buda.
Una nueva imagen de Buda, elaborada en Leh, llega al valle de Zanskar en la parte de atrás de un todo-terreno. Unos monjes la llevan de pueblo en pueblo para “presentarla” antes de ser depositada en uno de los monasterios del valle. Al Buda le acompaña un largo y festivo séquito motorizado de monjes, vecinos y mujeres vestidas al más puro estilo tradicional que van cantando y saludando a todo el que pasa. Sus coloridos vestidos de seda y sus “perack”, esos pesados tocados recargados de piedras turquesas con orejeras de pelo de yak, son todo un reclamo. Y con gestos y risas nos animan a seguirlas hasta la casa de unos paisanos.
Allí, hombres y mujeres ataviados con sus ropajes tradicionales, nos invitan a entrar y ser testigos de la celebración. Unos monjes entrados en años vestidos con sus hábitos rojos y sus gorros color azafrán ocupan los lugares de preferencia. Sentados en el suelo, entre decenas de paisanos, nos pasan platos de comida y té con manteca de yak. El ambiente distendido se vuelve festivo cuando las mujeres se lanzan a cantar y bailar sus danzas tradicionales. La timidez inicial se torna en confianza y terminamos haciéndonos un montón de fotos antes de que Buda, monjes, vecinos y mujeres monten en sus vehículos hacia el siguiente pueblo.
La hospitalidad de esta gente es digna de mención. Su acogida y amabilidad a lo largo de todo el viaje fueron una constante, ofreciendo lo poco que tienen sin pedir nada a cambio. Por eso no está de más ofrecer algo de dinero como donativo cuando visitas un monasterio, un lugar sagrado, o te invitan a un evento festivo como este. Evento que, por supuesto, está relacionado con la religión budista.
Viviendo un par de festivales del budismo en Ladakh
El Festival del Saka Dawa Si viajas a Ladakh a mediados de junio, coincidirás con el Saka Dawa, una de las festividades budistas más celebradas por todos los budistas del mundo. Coincidiendo con el 4º mes del calendario tibetano (nuestro mes de junio) se conmemora el nacimiento de Buda, su iluminación y su muerte durante la luna llena de este mes. Tuve la oportunidad de asistir a la celebración del Saka Dawa en la gompa de Tingmonsgam, situada a unas dos horas de carretera de Leh.
En un luminoso día, la carretera de acceso al monasterio estaba plagada de peregrinos y creyentes. La mayoría hace girar las ruedas de oración, visitan las diferentes salas del monasterio, reciben bendiciones y donan dinero a los monjes. A mediodía una multitud se arremolina en círculo bajo un sol implacable en la explanada ubicada tras los edificios del monasterio.
Tras largos discursos y ceremoniosas bienvenidas, comienza los cantos y bailes. Grupos de jóvenes ataviadas con la vestimenta tradicional representan los momentos más importantes de la vida y muerte de Buda. También este es el día en el que los monjes cambian los «tarboche«, las coloridas banderas de oraciones que decoran sus gompas.
Como extranjero, lo mejor es dejarse llevar por el movimiento de la gente. Buscar un buen rincón para observar sin molestar, y disfrutar de vivir unos momentos irrepetibles. Ese día pude conocer a Khempo Kela, un monje budista llegado desde Buthan; intercambiar algunas palabras en inglés con algunos peregrinos; y comer el plato de arroz, lentejas y verduras que se ofrecía gratuitamente a todos los asistentes. Porque la amabilidad y hospitalidad de la gente de Ladakh es algo que nunca falla.
El Festival de Lamayuru Unos monjes jóvenes vestidos con sus túnicas y sus grandes sombreros de color rojo y el cabello casi totalmente rasurado, avanzan por el gran patio situado en el exterior de la gompa haciendo sonar grandes trompetas. El sonido se eleva sobre la multitud que viene a presenciar uno de los festivales budistas más importantes de la tradición tibetana: el Festival Lamayuru o Yuru Kabgyat.
Los músicos esperan pacientemente sentados en el suelo junto a sus instrumentos. Bajo un sol de justicia los discursos y sermones iniciales se hacen interminables. Todos los asistentes esperan la aparición de los monjes vestidos con recargadas vestimentas de colores. Y con el rostro oculto por unas pesadas máscaras de madera. Lentamente se preparan para para ejecutar unos largos y complejos baile. Son las llamadas danzas Cham, que tienen como objetivo alejar a los malos espíritus.
Para un occidental es casi imposible comprender que simbolizan esos complejos y tortuosos movimientos corporales, combinados con saltos y extraños gestos. El objetivo es representar la lucha entre el bien, Buda, y los malos espíritus representados por estas figuras demoniacas. Lucha amenizada por el sonido de tambores, címbalos y caracolas en la que, por supuesto, pierden los malos espíritus.
Muchos de los asistentes contemplan absortos al espectáculo de máscaras haciendo girar las ruedas de oración de latón dorado en sus manos. Los rostros de ojos rasgados, los trajes de seda y las vestimentas antiguas, las máscaras y la presencia de monjes de rostros serios contrasta profundamente con la presencia de teléfonos móviles.
Esta es una celebración que atrae a budistas llegados de todo el mundo para ver la representación de la eterna lucha entre el bien y el mal. Son días de celebración, oraciones, discursos, bailes y música en las que cuesta entender qué está sucediendo. Aun así, la riqueza visual y estética del festival de Lamayuru es capaz de mantener casi hipnotizado al visitante occidental. Aunque, como yo, no tenga la menor idea de lo que está pasando.
Es la magia de viajar: descubrir que siempre será más lo que desconocemos que lo que sabemos.
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